Leucemia mieloide crónica: un cáncer de la sangre de evolución lenta

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La leucemia mieloide crónica (LMC) es un tipo de cáncer hematológico que afecta a las células madre mieloides en la médula ósea, las cuales producen glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas. En esta enfermedad, un cambio genético provoca que estas células se multipliquen sin control y se acumulen en la sangre y la médula ósea, desplazando a las células sanas y alterando el funcionamiento normal del organismo.

El rasgo distintivo de la LMC es la presencia del cromosoma Filadelfia, resultado de una translocación entre los cromosomas 9 y 22, que genera el gen BCR-ABL. Este gen produce una proteína con actividad tirosina cinasa anormal, responsable de la proliferación excesiva de leucocitos.

La enfermedad suele progresar lentamente y pasa por tres fases principales:

Fase crónica: es la etapa inicial y más prolongada. Los síntomas pueden ser leves o inexistentes, y el diagnóstico a menudo ocurre por análisis de sangre de rutina.

Fase acelerada: las células leucémicas aumentan más rápidamente y pueden aparecer síntomas más evidentes.

Crisis blástica: es la etapa más grave, en la que las células leucémicas se comportan como en una leucemia aguda, con rápida progresión y síntomas severos.

Entre los síntomas más comunes están la fatiga persistente, fiebre, pérdida de peso sin causa aparente, sudoraciones nocturnas, dolor o sensación de llenura en el abdomen (por aumento del bazo), y tendencia a infecciones o hemorragias.

El diagnóstico se realiza mediante análisis de sangre, biopsia de médula ósea y pruebas genéticas que confirmen la presencia del cromosoma Filadelfia o el gen BCR-ABL.

El tratamiento ha evolucionado significativamente en las últimas décadas. Los inhibidores de tirosina cinasa (ITC), como imatinib, dasatinib o nilotinib, han transformado el pronóstico, permitiendo que la mayoría de los pacientes lleven una vida casi normal con control de la enfermedad a largo plazo. En casos resistentes o avanzados, se consideran otras opciones como quimioterapia, trasplante de médula ósea o nuevos fármacos dirigidos.

Aunque la LMC sigue siendo una enfermedad crónica sin cura definitiva en la mayoría de los casos, los avances médicos han convertido lo que antes era un diagnóstico mortal en una enfermedad controlable a largo plazo, con tasas de supervivencia que superan el 90% a los 10 años en muchos pacientes tratados adecuadamente. La detección temprana y el seguimiento continuo son clave para mejorar la calidad y expectativa de vida.

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